Pastillas de realidad para la soledad
- Ramón Ballesteros Maldonado
- 1 mar 2021
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 19 abr 2021
Ocurrió en un lugar como otro cualquiera de este mundo. Nos llamaron para un posible intento de autólisis (suicidio) de la cual pocos datos nos habían dado. Pensad por un momento en esto: sabes que vas a un domicilio extraño, con alguien que intenta arrancarse la vida sin saber nada más. ¿Cómo lo ha hecho?, ¿con pastillas?, ¿un arma de filo...? La cuestión es que vamos a ciegas rezando para ver que coño nos pasa ahora y dando faena extra a nuestro ángel de la guardia.
Llegamos al domicilio sin poder acceder al interior ya que no nos abrían la puerta. Puede ser, claro está, que se equivocaran en el lugar o bien en el número, o en el piso (no es la primera vez). Así que volvieron a llamar a la alertante, pero no contestaba. Picamos a otros timbres y logramos que nos abriera la puerta algún vecino compasivo. Subimos a la primera dirección que teníamos, un entresuelo. El domicilio estaba cerrado y no contestaba a nuestra llamada. A mi derecha había una puerta a otro piso (no recuerdo el número, pero no era el nuestro) abierta de par en par que daba a un pasillo pobremente iluminado. No era nuestro domicilio así que no insistimos más y nos centramos en lo que teníamos.
Después de llamadas al móvil, (las decenas de intentos que coordinación para ponerse en contacto), etc. Nosotros nos quedamos a la espera en el mismo rellano.
Fue en ese momento de relativa calma cuando una sombra me llamó la atención lo suficiente para girarme por el único acceso abierto del lugar. Para nuestro asombro, allí plantado, justo en el umbral abierto de la otra vivienda, había un niño en pañales. No es la primera vez que veo a un crio y ya con la experiencia de tener dos hijos y varios sobrinos deduje que tendría unos dos años. El hombrecillo aguantaba el equilibrio mientras chupaba con persistencia el chupete con sus dos ojos fijos a los míos. Yo me acerqué y le dije... lo típico: ¡Hola!, ¡que tal!, ¡como te llamas!, etc. Para asombro (casi se me caen al suelo) el pequeño se quita el chupete y dice mientras apunta con el índice al pasillo: mamá.
Juro que se me heló la sangre; mi compañero, de tez morena, se quedó blanco. Corrimos al interior de la vivienda en una escena lamentable: la casa patera tenía alquiladas habitaciones a más gente que metros cuadrados, si bien se ocultaron de maravilla porque nadie salió a excepción del pequeño. Los dueños de la casa, hábiles negociantes (casi rozando el apelativo de traficantes de seres humanos) colocaron una cortina atada de lado a lado de un minúsculo salón para convertirla en otra habitación: ¡Que sorpresa! ¿Cuánto le cobrarían por ese pequeño habitáculo de mierda que se caía a cachos y cuya única garantía de privacidad era una simple cortina?: ni los animales viven así.
En fin, llegamos a la «habitación» de la paciente. Estaba semi inconsciente: se había tomado varias tabletas de pastillas entre benzodiacepinas y muchas otras más que no recuerdo. Tuvimos que llamar a la policía para que se hiciera cargo del pequeño y llevarnos a la madre cagando leches al hospital.
Por suerte la policía llegó, pero antes que ellos los familiares de la joven que se hicieron cargo del niño. La policía al ver el domicilio tomo buena nota (eso espero) y de todo corazón espero que le metieran un buen puro a quien le alquila ese trastero a seres humanos.
A veces recuerdo a aquel pequeño y me pregunto que vida le espera. Que futuro tendrá esa criatura en un mundo nada amable y no me refiero en Burkina Faso sino AQUI: en plena civilización, en el jodido primer mundo. ¿Qué estamos haciendo tan jodidamente mal?
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