Un día como otro cualquiera...
- Ramón Ballesteros Maldonado
- 17 feb 2021
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 19 abr 2021
El farmacéutico me miró con esos ojos de complicidad compasiva:
-¿Un poco de ansiedad? -dijo cuando vio el nombre del medicamento en la receta electrónica que hacía escasos minutos había imprimido mi médico.
-Sí -fue mi respuesta, casi un susurro bajo mi avergonzado ego.
Me extendió el pedido: Citalopram 20 y Diazepam 5mg... «otra vez a empezar» -me dije con la moral por los suelos.
Notareis que esto que acabo de narrar os puede sonar de alguna que otra vez. Sí, es cierto: no estas sólo. Una de las muchas cosas que aprendemos de esta enfermedad es como se lleva con silenciosa vergüenza ante una sociedad cada día más narcisista e individualista. Por suerte las barreras del miedo ceden ante el número escandaloso de casos que han sucedido y que hoy en día están colapsando el sistema sanitario.
Yo empecé hace muchos años, tal vez demasiados para el gusto de cualquier mortal. Lo recuerdo como si fuera ahora mismo y por fortuna aquella sensación tan desagradable de muerte inminente no me acompaña con el recuerdo. Sucedió mientras trabajaba en el sector de la metalúrgica. Llevaba muchos años currando como otro más en las muchas cadenas de montaje que en aquella época habían, sin necesidad de ninguna cualificación profesional, idioma o cuna: sólo bastaba con querer aprender y currar.
Un buen día (nótese el manifiesto sarcasmo) estaba tranquilo e imbuido en mi faena como otro día más, pero yo mismo me engañaba: no estaba tranquilo. Hacía semanas que mi mente volaba sin remisión al desastre absoluto en ideas negativas, destructivas y aberrantes, que ni hoy mismo entiendo el por qué ni el cómo me las planteaba; escenarios ficticios de luchas sin sentidos, en busca de una justicia social que no reclamaba nadie, o para curar una herida del pasado por una traición o desprecio: ¡Cuánto daño han hecho (y hacen) las palabras!
Estaba sentado, esperando el próximo pedido en la pausa de cinco segundo que me sobraba entre una comanda y la otra. Al levantarme sentí como el mundo se tambaleaba bajo mis pies y mi cabeza dio un vuelco. El mareo fue un instante para a continuación sentir el dolor en el pecho: el malestar, el sudor y las palpitaciones fue lo siguiente acompañado del pánico y la «certeza» de que iba a morir. Dejé el trabajo y rumbo en taxi fui a un ambulatorio donde me atendieron. Me confirmaron que todo estaba bien, el electrocardiograma era normal y el ritmo cardiaco había descendido, pero no mi mosqueo y mi absoluto negacionismo a lo que me decían. En ese instante comenzó todo y una larga lucha contra mi mismo.
Esta fue mi experiencia y aunque ha pasado muchos años (más de veinte) sé que nunca sería la persona que soy hoy sin esta experiencia.

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