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En el umbral

  • Foto del escritor: Ramón Ballesteros Maldonado
    Ramón Ballesteros Maldonado
  • 21 feb 2021
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 19 abr 2021

Los dos estábamos allí y no era el mejor lugar donde estar, aunque los había peores. Nos avisaron para realizar un servicio en una de las muchas unidades de soporte vital básico, en una población de Barcelona de cuyo nombre no quiero acordarme. Atravesamos calles, nos saltamos cedas, semáforos e infringidos una montón de normas de tráfico y al llegar al bloque de viviendas y subir hasta la misma puerta... no sabíamos si queríamos continuar.

Mi compañera me miró entre el escepticismo y la completa perplejidad de lo que veíamos. Cargados con la mochila de asistencia y la silla de traslado de rescate, nos quedamos en el umbral de la puerta abierta ante una imagen digamos... inusual.

Delante había una mujer menuda, no llegaría a los treinta kilos. El cabello, blanco, largo y desgreñado, caía sobre su rostro pálido y arrugado (rondaría algo más de ochenta años). Tras ella, dos columnas unidas por un arco de yeso abría el acceso a un pasillo a ambos lados cubierto por dos cortinas de terciopelo rojo, mugriento por el polvo y la inactividad del lugar como congelado en el tiempo. Parecía una puerta al inframundo en un recibidor mal iluminado y peor ventilado donde en medio de todo aquel curioso lienzo estaba plantada la siniestra mujer.

Ésta sonrió enseñándonos una dentadura perfecta mientras sus ojos se abrían como platos y contestaba a nuestra pregunta inicial:

- Sí.

Nos volvimos a mirar, no nos invitó a entrar y tampoco lo ansiábamos; no era la actitud propia de alguien que llama a una ambulancia para ser atendida por algún tipo de dolencia o malestar. Volví a preguntar:

- ¿Así que ha llamado a una ambulancia?, ¿qué le ocurre?

La sonrisa se ensanchó mucho más, increíble que en aquel rostro tan arrugado diera más de si la piel.

- Pasad.

a regañadientes lo hicimos, el deber y la vocación obliga al cumplimiento. Los ojos de mi compañera me buscaron con urgencia: a nuestra derecha había una puerta reventada a puñetazos, remachada con cinta americana allá donde los huecos eran más que evidentes. Al lado del marco había un cuadro: lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp de Rembrandt, adornaba la preciosa escena.

El interior era mucho mejor: gris, polvoriento y las persianas de origen, de recia madera, habían colapsado. No había luz en el lugar a excepción de la única ventana practicable que había en un pequeño cuarto o sala de estar. En otra época la mujer debió dedicarse a la costura o a tareas manuales mas ahora estaba todo apilado en cajas o en bolsas de diferentes supermercados. Cintas de VHS reposaban sobre un vídeo lleno de polvo bajo un televisor de tubo de vete a saber cuándo.

No entraré en el origen de la llamada o de la patología del paciente, pero sí diré que el mayor mal que había en aquel lugar era la soledad. Tiempo más tarde volvimos al mismo domicilio donde una amable asistente social nos reclamó. Al reconocer a la mujer nos embargo una enorme tristeza ya que su aspecto había empeorado. La misma compañera nos relató que vivía con su hijo esquizofrénico y que dormía en la habitación del fondo, aquella donde los golpes y la cinta americana continuaba en su lugar. Imaginé aquellas escenas de pelea, el miedo en la mujer y su enfermedad. La trasladamos al hospital en aquel mismo momento y ya no volvimos a verla.

«Cada casa es un mundo» dice el refrán popular. A menudo me pregunto en cuantas casas entramos y las experiencias vividas en tan corto espacio (tiempo y área). No me extraña que ciertas energías se plasmen en el lugar, como la huella dactilar del alma o el trozo de piel quemada por el fuego; se puede sentir y oler. No es la primera vez cuando accedemos a una vivienda que el simple hecho de rebasar el citado umbral nos llena de congoja o malestar, aunque no es el único sentimiento.

Un paciente más, otra vida truncada.



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