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Entre Vados y varados de mente

  • Foto del escritor: Ramón Ballesteros Maldonado
    Ramón Ballesteros Maldonado
  • 15 mar 2021
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 19 abr 2021

Hay días que es mejor no levantarse de la cama, como reza aquel refrán en el inconsciente de todos, pero en verdad da igual que te levantes o no, siempre hay una oportunidad de que sea un gran día y que un hijo de puta te lo joda.

En honor a la verdad es difícil que alguien te chafe el día ya que de puertas para dentro nadie tiene poder sobre ti, pero lo intentan, desde luego.

Toda esta parrafada viene para sacar a colación un servicio que a los compañeros de la rama les sonará. ¿Cuántas veces, por naturaleza y urgencia del servicio, hemos dejado la ambulancia en un vado o en su defecto en medio de la calle? Sí, lo sé: no es lugar para dejar una unidad de emergencias, pero eso depende del punto de vista. Si esa persona que voy a socorrer fuera tu familiar: padre, madre, tu gato o perro, faltaría tiempo para hacerme sitio y defender mi maniobra, pero como nos importa una puta mierda nuestro prójimo pues eso… al enemigo puente de plata y toda esa mierda.

Asistimos a una mujer que, como era el caso, desaturaba con menos oxígeno en sangre que un pez en marte (se ahogaba y mucho). Después de la oxigenoterapia de rigor y monitorización de las constantes (ya estabilizada, aunque no libre de la clínica) la bajamos en nuestra silla de rescate escaleras abajo mientras que un simpático cabrón no paraba de joder con el claxon que a bien se lo hubiese metido bien por el orto, sigamos. Al llegar abajo junto al elemento en cuestión, padre de familia y ejemplo de sus retoños que nos miraban desde el interior del coche, otros transeúntes y pusilánimes bastardos ya se habían unido a la carnicería contra “el de la ambulancia que aparca donde quiere…” que cabritos sin redaños. Menos mal, por decirlo así, que la familiar de la pobre señora estaba de nuestro lado y asistió atónita, con los ojos como platos y la mandíbula desencajada en un rictus de incredibilidad a la pregunta que me hizo el cachopo:

-Oye: ¿y si yo tengo una urgencia y no puedo salir del parquin que hago?

A lo que muy amablemente y con la calma que me caracteriza en los servicios le contesté:

-Muy fácil, si tiene una urgencia, llame a una ambulancia, de hecho, ya tiene una aquí.

Supongo que no se esperaría la respuesta, ni él ni los fariseos que le rodeaban, todo esto mientras que colocábamos a la señora en la camilla, previo bajar de la bancada y volverla a subir.

Pero lo mejor fue el final «que excitación, por Dios». Cuando esa persona, sí, el simpático conductor que tenía que ir no sé a donde en una emergencia que no podía demorar me dijo: ¡Bueno! ¡Yo lo que sí que quiero es que esa persona se ponga bien!

Os juro que mi reacción fue la que voy a narrar, sin saltarme nada más: le miré un instante mientras que una sonrisa se dibujaba en mi sudoroso rostro que exclamaba acercando mi mano a la suya: ¡claro que si hombre, bien dicho, que todo sea por la enferma!

Extrañamente no recuerdo a los buitres que había al lado, supongo que se alejaron volando a la espera de devorar otra carroña.

Cuando subí a la ambulancia y agarré el volante exhalé con fuerza mientras que mi compañera flipaba un poco más de la humana deshumanización que transpira los polos de la sociedad y, no puedo olvidarme, la familiar de la paciente que de su ojo asomó una lágrima, y creo que no fue por la emoción.



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