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Un cuento de Sant Jordi con retraso, y tarde

  • Foto del escritor: Ramón Ballesteros Maldonado
    Ramón Ballesteros Maldonado
  • 25 abr 2021
  • 7 Min. de lectura

Actualizado: 7 may 2021

El gran ser hizo un sobreesfuerzo para emular un chasquido humano, algo más que difícil en una boca llena de colmillos tan afilados como la más mortal espada. No era normal lo que ocurría, si es que normal es que un dragón tenga que esperar durante días a que un caballero andante venga para matarle. La princesa descansaba en el interior de la cueva, en el lugar más seco y tranquilo. Tras dos días de aburrida espera habían entablado amistad en una nueva definición sobre el síndrome de Helsinki llevado a niveles absurdos. Ella misma había insistido en cocinar los venados que él había cazado bien temprano en la mañana. No se podía negar que el cocido estaba delicioso, aderezado con patatas, cebolla, orégano y sal; la pobre tuvo que cocinar toda la noche y parte de la mañana para hacer un plato relativamente decente en tamaño a relación con la enorme corpulencia de su anfitrión. Ya ni se acordaba por qué la había secuestrado: ¡no tenía sentido alguno! ¿Comerla?,¿a una virgen? Como si el resto de presas fueran incomibles… anda que no había devorado a doncellas de moral relajada y altivez de baja estofa; un plato delicioso, para chuparse las garras, por permitir un símil. Pero allí estaban los dos, él escuchando con paciencia y ella relatando su vida y sueños por realizar (ahora más cercanos al descubrir que no iba a ser devorada).


En el amanecer del tercer día ocurrió el encuentro, y creedme que «encuentro» es justo lo que hubo al principio, mas la voluntad de nuestro dragón para realizar el chasquido inicial se vio eclipsado por la mueca cómica que se le quedó al abrir la mandíbula, incrédulo de ver quien se acercaba a sus dominios (adornados ahora con tiaras de flores hábilmente recogidas por la princesa y velas aromáticas hechas por ella y cera recogida de… vete a saber dónde).


―Al fin llegaste noble… ¿caballero?


Caballere, por favor, no estoy para neo fascismos bilingües a estas alturas de nuestros tiempos.


―¿...qué?


Aquello no tenía desperdicio alguno. Tras colocarse de nuevo la mandíbula en su sitio, con un estruendoso golpe de su zarpa, el dragón observó a aquellos dos extraños personajes. El primero, quien le habló, no portaba armadura alguna; tenía una indumentaria de lo menos apropiada para el rescate de una damisela y más si ésta estaba custodiada por un dragón de más de diez metros de envergadura y quince de altura. Sus ropas, hechas de algún tejido indefinido entre cáñamo y lino, estaba trabajada con dibujos extraños sobre un fondo color verde turquesa y unos pantalones cortos de color beis. Sustituidas las grebas por unos calcetines largos hasta las rodillas de color blanco con dos líneas rojas en su parte más alta. El calzado era lo mejor: unas sandalias extranjeras apodadas «paz y leñas» o algo así, por donde asomaban los calcetines y algunos dedos (gordo y meñique) por la tela agujereada y sucia por el polvo del camino. El otro acompañante (¿escudero tal vez?) vestía la misma ropa si bien tenía los colores invertidos y le faltaba un calcetín. Por bandera portaba una extraña inscripción de difícil lectura ya que sin duda alguna debían ser dispépticos: «Semes iguales a todes les criatures» o algo así; significado que nuestro amigo dragón tuvo interés por preguntar, pero el rostro de los dos contrincantes era una máscara de determinación a no querer hablar de cosas obvias que sólo ellos entienden y tú no.


―Bueno, ¿dónde está nuestra aliada?


―¿La princesa?


―¡Abajo las monarquías imperialistas que subyugan al pueblo oprimido!


―¿Qué?


―Nosotres no creemos en princeses o coses de eses.


―Caballero…


Caballere ―dijo el escudero, o escudere, con rabia en cuyos ojos sólo cabía la verdad.


Caballere… el hecho que no creas en esas cosas no quieren decir que no existan o que haya gente que crea en ellas.


Los dos se miraron con una mueca de incredibilidad en su rostro para al momento asentir con una mueca de cómplice sabiduría obtenida en su dilata existencia, unos catorce años.


Dragen


―Dragón ―Contestó expulsando humo por sus orificios superiores ante la nada impresionable estampa del «caballere».


―Si bueno… voy a rebajarme a hablar en vuestra jerga para que me entendáis: nosotros hemos sido educados en un ambiente sin incisiones de género, sin importar tendencias estereotipadas por una educación heteropatriarcal del hombre blanco imperialista y capitalista. Esa misma sociedad que nuestro movimiento quiere destruir hasta sus cimientos para rehacer una sociedad nueva, equitativa, igualitaria…


―¿Qué…? ¡Yo no soy humano, soy un dragón!


Dragone ―dijo el escudere algo oculto tras la bandera; a él sí que le impresionó la bocanada de humo.


―No estamos para discutir de esas cosas, por lo menos ahora. Si queréis os podemos dar propaganda para uniros a nuestros cursos enfocados a ser aliados del movimiento y aprender a callar para que otros puedan hablar ahora.


―¿Se puede saber para qué quiero ir a una reunión en la cual no voy a poder expresarme libremente?


―Sí que puedes, sólo que tu voz no será relevante, ya que al nacer en una sociedad conceptuada en valores erróneos y políticas destructivas tu opinión está contaminada por el gen maligno.


―Dudo mucho que mi sociedad sea la misma de la que te has criado tú ―dijo el dragón recordando su lugar natal y su dura supervivencia al hambre y a la aniquilación de los dragones por parte de los humanos ―, Pero ya que lo mencionas esa misma sociedad engendrada por ese «mal» es la misma que te ha educado a ti, ¿me equivoco?


―Así es.


―La misma que te ha dado conocimientos para decidir tu destino y creencias: libre elección de religión, educación, etc.


―Así es.


―¿La misma que queréis destruir?


―Lo has entendido a la perfección ―dijo el escudere saltando de alegría.


―Pero ¿no os dais cuenta? Si hubierais nacido en otro lugar donde esa educación no hubiera existido no tendríais opción para elegir.


Escudere miró a caballere con desconcierto sin un ápice de complicidad, en cambio su aliade estaba de lo más tranquilo ante la pavorosa mirada del gran lagarto cuyo volumen casi tapaba la entrada de la cueva por donde asomó el rostro de curiosidad de la princesa. En el canon de la muchacha no estaba ese caballero errante o paladín salvador. Había tenido la fortuna de leer la fascinante obra «Don Quijote de la Mancha» y aunque era otra historia, nunca mejor dicho, hubiera preferido el porte y la percha del ingenioso hidalgo y el fiel Sancho Panza, que a los otros dos merluzos cuyas pintas parecían pedir más que dar. El dragón advirtió su presencia y girando levemente su cabeza y largo cuello dijo:


―Esperadme dentro, mi señora, no tardaré.


La dama hizo una pequeña reverencia introduciéndose dentro donde seguiría con elaboración de velas aromáticas y ungüentos sanadores. Ella misma decía que no le hacía falta a ningún hombre para llevar su camino por la vida y en verdad era muy capaz. Seguro que le iría muy bien.


―Disculpadme dragone, pero ella se viene con nosotres.


―Ella ira a donde le salga de…. Bueno, tengo que plantarme aquí: yo soy un dragón y vos sois caballeres, escuderes o lo que sea, ¿venís a luchar o no?


―¡por supuesto que lucharemos!


―¡Bien! ―la noticia fue un bálsamo para los fatigados oídos del dragone, perdón, dragón― ¿y vuestras armas?


―Aquí las tenemos ―el escudere extrajo de un cilindro de material reciclado un papiro que extendió al caballere. Éste levantó el papel al aire hacia su contrincante que reacción al inmediato calcinándolo con una llamarada de fuego. Parte del caballere pasó del estado sólido al gaseoso y el resto, papiro y ropajes, fueron esparcidos al viento cual polen azotado por la primavera.


―¡Asesino! ¡¿pero qué hacéis?!


―Luchar, claro está. Me estaba lazando un conjuro imbuido en un pergamino. ¿Qué era? ¿Un conjuro de muerte?, ¿un portal para desterrarme al mundo de los demonios?


―¡Era una hoja con las firmas de ciento once personas que se han sumado a la causa para rescatar a la princese!


―No conozco ese conjuro.


―¿Conjuro? No es un conjuro. Es una petición formal para que cese toda violencia contra la dama secuestrada.


―Estoy del todo seguro que no conozco ese conjuro, pero si tenéis el poder de reunir a ciento once magos para conjurar un mega hechizo así quiere decir es que os tomáis vuestro trabajo muy en serio. Ya lo dicen: las apariencias engañan, aunque a vuestro caballere le hubiera ido mejor comprar una armadura y escudo mágico.


―No era caballere y no es un conjuro. Con estas firmas hacemos presión para que todo mal sea destruido.


―¿Ah, sí? ¿Y cómo lo hacéis?


―Primero entregamos este manifiesto ―dijo señalando el montón de cenizas donde reposaban caballere y pergamino―, luego, si nuestras «exigencias» no han sido oídas o ejecutadas, venimos con mucha gente y hacemos un escrache en la entrada de tu cueva.


―¿Un escabeche? No es algo que me desagrade, pero el pescado me lo como sin aliñar y a ser posible crudo. ¿Y qué más?


―Pintamos la entrada de la cueva, destruimos el mobiliario hasta que nuestras «exigencias» sean oídas.


―¿Venís a destruir mi casa?


En este punto escudere, al ver la ristra de colmillos asomar, dejó de temblar para pasar a otro estado entre espasmos incontrolables y bilocación lejana detrás de una piedra. El dragón, a la par de grande y fuerte, era muy ágil, amén que podía volar y cubrir la pequeña zona recorrida por el humano en pocos segundos. Se plantó delante de él, mientras que su blando cuerpo, chocaba contra el abdomen acorazado de su rival. Cuando recobró la compostura, no sin antes tropezar en repetidas veces al intentar ponerse en pie, el dragón dijo:


―Mira, ya me he cansado de esto. Vete y diles a quienes demonios sean que la princesa se queda en mi casa hasta que ella quiera; que si quieren venir a buscarla que aquí estoy para que me traigan «escabeche», pero que, por favor, avisen antes para preparar las brasas porque quieto no me voy a quedar mientras rompen mi guarida.


―¿La princesa se queda?, pero ¿por qué?


―Porque ella quiere, además está trabajando en sus cosas y creo que quiere abrir una tienda en la ciudad.


―Entonces ¿no quieres comértela?


―No, desde luego que no. Es una joven muy amable y con un gran futuro.


―Entonces, por lo que entiendo, tú le alquilas equitativamente una habitación de tu casa para que ella pueda vivir dignamente.


―Sí, algo así.


―¡Genial! Nuestra lucha ha tenido éxito. Volveré y contaré lo que ha sucedido. Levantarán alguna estatua al mártir que murió delante de un terrible dra… bueno, que murió por la causa.


―Sí, sí, lo que tú digas ―con las dos grandes uñas arrancó una rosa de un hermoso rosal, de los muchos que había alrededor―. Llévale ésta flor a la viuda o familia de mi parte y siento lo de su perdida.


Y así fue como escudere dejó los dominios del dragone cantando una oda al triunfo contra la fuerza y así escribir, o reescribir, una nueva historia para las generaciones futuras, en el caso hipotético que alguien esté para leerlas, tengan ganas o sepan leer una frase entera sin aburrirse y dejar el relato a medio terminar.

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