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Bailando con Antonio molina

  • Foto del escritor: Ramón Ballesteros Maldonado
    Ramón Ballesteros Maldonado
  • 2 mar 2021
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 19 abr 2021

Tras media jornada del día (12 horas) lo que más alegra es un servicio a última hora, ya sabéis, aquel que no se puede demorar y no hay más unidades en la zona. Copiamos la llamada con la máxima educación posible y con la misma mirada de simpatía que le ofreces a un pelotón de diez mosquetones. Nos dirigimos raudos a un domicilio cerca de la intersección entre dos grandes ciudades. La alerta no estaba clara, así que extremamos las precauciones.

Cual fue nuestra sorpresa que al abrir la puerta nos encontramos a una señora (la paciente) que con buen humor y talante nos invitó a entrar a su casa. Lo primero que nos llamó la atención fue la limpieza y orden, contrapuesta con las latas de cerveza vacías que había en las esquinas de los cuartos y el pasillo. El tufo delataba a la legua, pero no hubo más problemas por este detalle.

La mujer no paraba de hablar: de su soledad, la angustia, lo poco que le llamaban los hijos… ¡ay los hijos! Haría un blog sólo de este triste tema. No obstante, quitando hierro a la patología (no al enolismo, sino a la soledad y depresión) miré las fotos que tenía colgadas en el comedor, así como los numerosos marcos colocados en muebles y estanterías sobre un diván. Le pregunté por esos momentos captados en blanco y negro y en ese momento ocurrió:

El rostro se iluminó con luz propia y comenzó a hablarnos de sus viajes por todo el mundo, del oficio de su difunto marido que ayudaba a este pasatiempo, de los lugares que visitó ¡Toda una exploradora! Increíble que allí, en ese pequeño piso, estuviera tanta historia. En ningún momento pusimos en tela de juicio la veracidad de su relato; algo nos decía que era real.

Junto al teléfono, un gran aparato junto al tele-asistencia con grandes botones para poder marcar la numeración memorizada, había un radiocasete antiguo, aunque con opción a CD en su parte superior. Le preguntamos que música le gustaba y si bien no quería ir al hospital ni siquiera al ambulatorio, le pusimos una cinta (o CD, no recuerdo) de Antonio Molina.

Os podéis imaginar yo y mi compañero escuchando música hasta que la mujer me sacó a bailar y así, sin más, bailamos al son de canciones de ese gran y desaparecido cantante.

En verdad, creo que no le hacía falta nada más. Por desgracia nos enteramos, por un servicio puerta con puerta de aquella amable señora, que la paciente murió. Espero que esté donde esté siga viajando.

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