top of page

Cosmonautas Salvajes
Capítulo 1
Tormento

Este tenía que ser el día más feliz de mi vida. Al fin llegó, nuestro día especial. La ansiedad del momento me embargaba cuando cumplí los diez años, lo recuerdo con total nitidez. La puerta de seguridad se abrió deslizando las hojas oblicuas de triple capa sin más sonido que el deslizar de los compresores hidráulicos. Mi mano, firme y dulcemente sujeta a la de mi madre, sudaba mientras caminábamos por el pasillo iluminado por los condensadores de litio de un tono blanco lechoso. Es extraño que no recuerde su rostro ni sus ojos ni su cabello, sólo su sonrisa, cálida y sincera en unos labios carnosos y pintados de carmín claro, su favorito. Mi padrastro marchaba al frente mientras charlaba con unos de sus colegas del trabajo; él era uno de los muchos que custodiaban la Torre de las Estrellas por la que subiríamos a la estación de embarque La Esperanza. Éramos de los pocos terráqueos que se les permitía, cada cuatro años, viajar a las colonias exteriores. En aquella época la vida en nuestro planeta estaba al límite. Los recursos naturales escaseaban y las técnicas de reciclaje se desmoronaron, en parte cuando todo el mundo supo que los plásticos y otros materiales radiactivos iban a morir al tercer mundo y de ahí al mar. Fue un período convulso de caos y mal llamada anarquía, promovida por astutos políticos inconscientes del problema real que teníamos e impotentes para resolverlo; ansiosos por seguir almacenando riquezas y alimentar su ya de por sí oblongo ego. La guerra no tardó en llegar, con el peligro de las armas nucleares, las mismas que habían evitado nuestra misma aniquilación por el miedo que suponía su devastador poder. Hubo otros que se marcharon de aquel planeta azul gracias a poderosos empresarios que unieron esfuerzos con otras potencias creando varias colonias exteriores. Cada gran nación tenía la suya: EEUU fundó Imperion, cerca de Marte; rivalizando con Zheng He, de la republica china y Yuri Alekséyevich Gagarin, de Rusia; India fundó Rasa Shastra, entre Saturno y la luna Titán; y Europa construyó la estación Atenea en la órbita de la luna de Júpiter, Europa… nuestro destino. Después de las guerras coloniales se permitió a los terrestres viajar a los asentamientos exteriores como muestra de buena voluntad por parte de los regentes de cada colonia. Por supuesto esto se vendió como un gran logro de la diplomacia y la política interplanetaria de nuestros políticos terrícolas. Se hablaba mucho de las rivalidades de cada gobierno extraterráqueo y de la poca ética, moral, ley y respeto a los derechos humanos que se ejercía en sus dominios. Los medios de comunicación de la tierra recibían poca o nula información de nuestros hermanos colonos que se hicieron llamar así mismos exterráqueos. Las investigaciones fueron confusas los primeros años, pero tras dos décadas de silencio la comunicación volvió a nuestro planeta. Ahora pienso en aquello y no entiendo como no lo supo ver nadie. Preguntaba a mis padres sobre esos contactos, lo extraños que eran y lo poco que me gustaba. Ellos, por su parte, le quitaban importancia a mi inquietud, ignorantes de lo que en verdad pasaba; tal vez por miedo, siendo responsables de mi seguridad, se negaban a escuchar a aquella voz interior, la misma que les susurraba a nuestros antepasados de los peligros acechantes más allá de la protección de la cueva.

«Nuestra cueva», la vieja tierra se moría, eso era seguro, ya no había nada que hacer. Tardaría centenares o miles de años en regenerarse en los cuales no cabía la posibilidad para más de cuarenta mil millones de seres humanos. Tampoco sabíamos cómo lo hacían en las colonias para conseguir agua, más cara que el petróleo o cualquier mineral precioso. Muchos ricos y poderosos, aquellos que no habían podido subir a una nave, vendían sus joyas, diamantes y oro, malvendiendo toda su fortuna por un mísero vaso de agua sucia. Yo nunca tuve ese problema, era un privilegiado; mi padrastro era funcionario del nuevo gobierno mundial que intentaba, más que podía, alimentar a toda la gente necesitada. Por fortuna para nosotros había comida de sobras ya que los altos estamentos tenían acceso libre a los cultivos almacenados en grandes bunkers subterráneos, alimentados por energía solar; la misma que mataba a más personas al año que cualquier enfermedad, asesinatos o accidentes.

Creamos otro submundo en las entrañas de la tierra, acumulando la poca agua de las cavernas subterráneas reteniéndolas para que no salieran a la superficie. Matamos, indirectamente, a millones de personas de sed y condenamos al hambre a tantos otros sin posibilidad de regar sus plantaciones o dar de comer al ganado. Nuestros ingenieros creaban carne y materiales gracias a los avances en ingeniería y en la clonación de seres vivos; ley inmoral y problemática que fue aprobada por la junta del orden militar de seguridad en poco tiempo. De las guerras coloniales pasamos a las internas y, para complicarlo más, externas, siendo éstas (los que vivían en la superficie de la tierra) las más perjudicadas y aniquiladas por completo. Las colonias exteriores, utilizando naves, lanzaban sus armas químicas sobre la atmósfera aniquilando a miles de millones de seres humanos en las primeras semanas que intentaban por la fuerza llegar a ellos... nosotros aniquilamos al resto lanzando las ojivas nucleares que explotaban en tierra, arrasando el resto del planeta. No podíamos llegar arriba y los colonos no podían penetrar los más de cincuenta kilómetros de profundidad donde nos encontrábamos, así que firmamos una vergonzosa tregua sobre el montón de cadáveres de nuestros hermanos que se pudrían en los mares junto a las toneladas de plásticos y residuos radiactivos que acabaron por destruir el resto de vida. Fueron momentos terribles y psicóticos. El aire se volvió irrespirable, la temperatura aumentó aún más con los gases de efecto invernadero al cargarnos la capa de ozono por completo. Aquel fue el inicio de las dos décadas del silencio, sin comunicación, sin respuesta de ningún tipo con las colonias exteriores; esclavos y prisioneros en las entrañas de un planeta moribundo más parecido a Marte que a aquel precioso punto azul que vagaba por el universo. Fue entonces cuando ocurrió el primer contacto, después de tanto tiempo. Las colonias exteriores crearon un pase especial de acceso cada cuatro años en los cuales se nos permitiría viajar y quedarnos bajo su protección. Las imágenes que recibíamos eran prometedoras; habían creado vida en las estaciones orbitales de los planetas del nuestro sistema solar si bien era un proceso que no estaba completado. Nos explicaron que estaría en total funcionamiento en varios cientos de años, pero por ahora eran semi habitables. Aun así, nos dieron esperanza y fe, algo muy necesario para que la raza humana continuara existiendo, al menos a los que no abandonaron la tierra en los primeros momentos. Ahora nos disponíamos a marchar en busca de un futuro mejor como los emigrantes que partieron en la antigüedad, allende los mares, para labrarse un porvenir.

Se creó un comité que evaluaría a las familias aptas para el viaje; ese informe se remitiría a las colonias destino para dar el visto bueno. Teníamos que ser sanos, grupo sanguíneo A+ o O+ y O-, el resto era descartado automáticamente. Yo y mi familia no tuvimos problema y pasamos bien todos y cada uno de los controles. Tras determinar a los aptos embarcaríamos en un crucero tipo Columbia Musk hasta nuestro destino. La travesía nos llevaría unos cuarenta días en los cuales estaríamos en un estado de hibernación inducida con muy pocas posibilidades de rechazo. Al parecer los grupos sanguíneos que comenté eran más compatibles con este agresivo proceso. En los viajes originarios, los que coincidieron con la marcha de los primeros colonos, hubo casos de muerte súbita, psicosis, paranoia y pánico, que desencadenaron incidentes desagradables entre la tripulación. Nosotros, gracias a mi padrastro, fuimos entrenados en un simulador de viaje de largo trayecto, no mostrando ninguno de los síntomas o problemas psicológicos más comunes. Diríamos que en el mejor de los casos tendríamos un viaje perfecto... y hasta el último momento fue así.

La Torre de las Estrellas fue un proyecto de ingeniería conjunta por los supervivientes del submundo; una joya de la tecnología que alzaba su impresionante mole hacia el cielo donde nos recogería el transporte. Aterrizar en la tierra se había convertido en una gesta de locos o suicidas con suficientes agallas para vérselas con los tornados y las ráfagas radiactivas que asolaban la superficie. Un minuto en el exterior suponía la muerte, además de las extremas temperaturas que requerían de trajes acondicionados. El ascensor que nos llevaría a la nave subió como una bala recorriendo los treinta kilómetros en apenas unos cinco minutos. Los estabilizadores de gravedad funcionaron bien, así como los descompresores calibrados por los procesadores cuánticos. La cúpula era trasparente y en forma ovoide, pudiendo ver todo el trayecto que nos permitían los espacios abiertos entre las columnas de titanio. La tierra era un lugar yermo y sin vida, flagelada por tormentas de arena de los muchos desiertos creados después de la catástrofe nuclear. El mediterráneo se había secado por completo uniendo el viejo continente con la madre África… era aterrador. Veía todo aquello dentro de mi traje adaptado sin dejar de sujetar la mano de mi madre. Llegamos al final con cierta sensación de mareo, tal vez por la impresión de encontrarnos tan arriba o por la desaceleración progresiva para no salir disparados como un proyectil flamígero hacia la estratosfera. La cúpula se introdujo dentro de la nave en la más absoluta obscuridad. Los operarios, nuestros hermanos de las colonias, nos esperaban con un traje completamente metalizado; no les veíamos el rostro ya que una pantalla oscura evitaba cualquier tipo de detalle. Nos guiaron hasta nuestros cubículos: tanques llenos de una sustancia viscosa semejante a la leche al salir de las ubres de una vaca u oveja; bajo tierra teníamos replicadas muchas, clones de reses de las que aprovechábamos todo, incluida la leche que nosotros mismos ordeñábamos. Nos obligaron a quitarnos la ropa en un lenguaje tosco y metálico que surgía de una rejilla en el lado izquierdo del traje, como un altavoz arcaico y desfasado, sujeto al casco por una rosca y precinto del mismo material cromado. Sobre mi cabeza colocaron un aparato similar a una corona o tiara, con una decena de parches que sujetaron a mi frente mediante unas ventosas que quedaron adheridas. Probé de quitarme una de ellas, pero sólo logré arrancar uno de los cables del casco sin que ni siquiera se moviera un ápice el plástico pegado a mi piel. Uno de los astronautas me miró y automáticamente hizo traer otro aparato completo:

 

―No vuelas a tirar del cable ―dijo con una voz carente de sentimientos o emoción. Aquello sí que me dio miedo. ¿Qué o quién era aquel individuo?, ¿por qué no le veía la cara?

Poco a poco, el líquido, frío y espeso, ascendió alimentado por algún conducto invisible a mis ojos. Los tanques, dispuestos en círculo para todas las familias, unas siete en total y un máximo de treinta personas, comenzaron a llenarse lentamente en silencio. Los depósitos eran individuales, viviendo auténticos estados de pánico de niños más pequeños que yo al separarse entre llantos de sus padres para ser introducidos en cilindros independientes. Los gritos cesaron cuando nos inundaron por completo introduciéndose aquella sustancia por nuestra boca, ojos, nariz y oídos que nos quemaba por el frío y nos hacía daño. La angustia de ahogarme en aquel fruido era atroz, moviendo las manos y las piernas frenéticamente para escapar del compartimento sin saber que lo habían sellado estancamente. Los segundos se convirtieron en horas de puro miedo hasta que averigüe que aquel líquido era... respirable. Las exhalaciones se hacían por la boca al igual que cada inhalación; desistí hacerlo por la nariz ya que la composición se atoraba en los conductos aumentando mi ansiedad. Poco a poco experimenté un bienestar que no podía describir; sentía que mi cuerpo era ligero y liviano. Pude abrir los ojos y para mi sorpresa no sufría daño alguno. El velo blanco impedía ver con nitidez a aquellas figuras que pasaban cerca de mi tanque comprobando alguna lectura y hablando en una lengua que no reconocía. Por mi origen portugués sabía que no era una lengua latina, ni español ni catalán, italiano o francés. No era anglosajona y tampoco me era desconocido el alemán. Debían de ser de otra colonia, tal vez rusa o china; pensé que se habían unido en una gran alianza humana de exterráqueos y que éstos eran algunos estudiantes o trabajadores por cuenta ajena. Intentaba saber dónde estaba mi madre y mi padrastro, pero no los veía. Sabía que mamá estaba a mi derecha, uno o dos cilindros atrás y sobre mi padrastro… nunca más lo volví a ver: ese fue el gran engaño. Nuestro destino, feliz y próspero, se convirtió en la peor pesadilla posible. Durante el mes que duró el viaje dormí en varios tramos inducido por alguna droga introducida en aquel líquido viscoso. Despertaba sobresaltado, con el corazón palpitante en el pecho y la sensación de peligro que mi celebro se obstinaba a mandarme, y después vuelta a dormir. Cuando desperté desee haber muerto en el trayecto.

Los cilindros se vaciaron tan lentamente como se llenaron allá en nuestro embarque. A medida que despertaba, comprobé que mi peso corporal no sufría ningún cambio; estaba flotando. La visión se hizo más nítida mientras mi mente se negaba a admitir lo que veía. Dos seres, de grandes ojos almendrados, negros como el hollín, me miraban desde un rostro redondo y gris, con una boca pequeña carente de labios. No tenían mofletes, si bien el cráneo era enorme en comparación con el resto del cuerpo, delgado y enjuto; no obstante, estaban cubiertos del mismo mono o traje de los astronautas que nos trajeron a aquel lugar... sí, lugar, un infierno que jamás olvidaré. Las paredes eran rojas, sin ventanas o elementos que adornaran o decoraran aquel tapiz semi brillante. Los tanques estaban colocados sobre unas grandes plataformas con rendijas por donde el líquido caía lenta y pausadamente, pero no por el peso; era como si la sustancia en sí fuera una gran criatura viva y sin forma, a medio camino de una babosa o medusa que avanzaba entre los barrotes perdiéndose en la oscuridad. Intenté liberarme de aquella atadura o campo de fuerza que impedía cualquier movimiento, pero era inútil, tan sólo podía mover la cabeza y en ese mismo instante, al ladearla, pude ver a mi madre. Dos criaturas la observaban mientras que la inspeccionaban con una vara desde cierta distancia. No se movía, con la cabeza y los cabellos manchados de aquella substancia que no se había filtrado como la mía. Un grito de horror y desesperación se emitió de mi garganta cuando la substancia aún adherida a la cara cayó junto parte de la carne y cientos de pequeños gusanos por la descomposición. Seguramente, pensé más tarde, murió al introducirla en el tanque de criogenización. Mamá sufría del corazón, pasando tres operaciones entre bypass coronarios, tres cateterismos y la implantación de una unidad de marcapasos y desfibrilador. Seguro que sufrió un infarto, una acción de piedad de Dios por sus buenos años de madre para no tener que pasar por el calvario asignado al resto. Su cuerpo, junto al líquido, fue succionado por una gran manguera que surgió del techo como una serpiente devoradora de almas; aquella fue la última vez que la vi.... Grité a aquellos engendros, culpándoles de su muerte; estaba atemorizado y muy tocado por su perdida. Los seres me miraron con aquellos grandes ojos vacíos de sentimientos o amor. El terror fue in crescendo al entrar en escena otra criatura. Ahora, con mi experiencia, se lo que son, pero en aquella situación no tenía ni idea lo que un D´krael, un engendro de la penumbra, podría hacerme. Su forma o cuerpo cambiaba con la luz entre destellos de oscuridad y sombra. Era como un agujero negro que se tragaba toda la luz que tocaba, pero además se adueñaba de ciertos sentimientos, los mismos de los que se alimentaba. De la masa sombría surgió un rostro ovoide sin boca, oídos o nariz, sólo dos pequeños puntos luminosos lilas, brillantes como ascuas del averno. Se acercó mientras que las demás criaturas se apartaban inclinando la cabeza a su paso. Me habló sin voz, resonado en todo mi ser con hondas de frecuencia que taladraban mi celebro:

 

―Por favor, no desperdicies este dolor… rápido ―dijo mientras dirigió aquel rostro a los pequeños cabezones grises―, llevarlo a la cámara, tengo hambre.

 

Grité, lloré, imploré… pero nada pude hacer. Me llevaron a una sala revestida de luz blanca, tan potente que no se veía ninguna pared o puerta, de hecho, no recuerdo ningún umbral o marco para acceder a ella. Me depositaron sobre un una camilla o altar de piedra negra quedándome inmovilizado nada más tocar su pulida superficie. Me introdujeron unas dolorosas agujas en los brazos y en el cuello, mientras encajaban una extraña vara rugosa por mi garganta. Las lágrimas se derramaban por las mejillas mientras que mi cuerpo se negaba a obedecerme; mis ojos se mantuvieron abiertos durante todo el proceso. No sé qué clase de artefacto me introdujeron por la boca, pero sentía aquella rugosidad avanzar como un gusano produciéndome un dolor indescriptible. Me dolía la garganta al raspar aquel extraño plástico que parecía tener vida empujando cada vez más a través de mi esófago hasta el estómago. Casi me desmayo cuando la presión en mi interior aumentó, sintiendo que haría saltar mis interinos. El corazón parecía salirse por las sienes, implorando que aquello terminara. Por alguna extraña razón, al igual que ocurrió a mi llegada, podía ladear la cabeza un poco a mi derecha. Los ojos obedecían mis órdenes dirigiendo la vista a unos metros de donde yo estaba. La aguja que salía de mi cuello extraía la sangre por un tubo trasparente que zigzagueaba en algunos tramos, alojando parte de la substancia en esferas suspendidas en el aire como globos de helio, pero al otro lado del tubo no había ningún simpático payaso o feriante que ofreciera risas a los demás. Allá, sentado en un extraño sillón, había una criatura de piel grisácea plagada de pequeñas manchas negras por todo su cuerpo desnudo. No se podía distinguir sexo alguno; su cabeza era pequeña y su cuerpo muy delgado y demacrado. Las manos, huesudas y de cuatro dedos, sostenían el tubo que se llevaba a la boca chupando mi sangre con saciedad. Su respiración era agónica inhalando con tremenda dificultad en una caja torácica huesuda carente de diafragma. Ahora pude ver mejor su rostro, era la misma criatura de sombras que vi a mi llegada: sus ojos eran pequeños y negros, sin vida ni alma; como nariz dos orificios en los que entraba dos pequeños catéteres que en apariencia le suministraban oxígeno. Yo era su alimento, su ágape y tormento; fue en ese momento cuando mi cuerpo se rindió y perdí el sentido.

Desperté dentro de una pequeña jaula de barrotes trasparentes; no era el único. Mi celda estaba unida a cada lado por una hilera interminable llena de humanos desnudos y malnutridos que gritaban y chillaban de desesperación. La gravedad era nula, flotando entre los desperdicios, orines y materia fecal de unos y otros. Los gritos de desesperación eran atroces, erizando mi vello y obligándome a taparme los oídos y ojos con mis manos mientras que no paraba de llorar. Reuní el valor suficiente para mirar a mi alrededor: a mi izquierda había un hombre adulto cuyos ojos, enterrados en unas cuencas profundas y grandes ojeras, movían frenéticamente hacia los lados mientras que no paraba de balbucear sin sentidos entre tremendas sacudidas y temblores. No debía tener más de cuarenta años, pero aparentaba el doble, con el cabello cano y la piel gris y pálida, sucia por la acumulación de excrementos a su alrededor, algunos de los cuales entraban dentro de mi espacio personal. No había distinción por sexo o edad, mezclándose jóvenes y viejos, mujeres y hombres sin ningún tipo de pudor o condescendencia de nuestros carceleros. Éramos una granja de animales dispuestos para saciar su hambre. El lugar era muy diferente de los dos anteriores donde estuve; aquí las paredes eran metálicas, de un origen desconocido ya que la mugre acumulada hacía difícil distinguir su material. Algo se movía por su superficie, viendo a pequeñas criaturas parecidas a las ratas terrestres, más pequeñas y de patas largas, arrastrase por las inmediaciones en busca de algo de que alimentarse. De vez en cuando se acercaban a alguna celda para atacar a sus moradores. Eran animales muy inteligentes, mordían en las piernas provocando una infección atroz que mataba al humano. Tras su muerte se introducían y despedazaban el cadáver en grandes jaurías hasta acabar completamente con su cuerpo. Los huesos eran devorados y succionado el tuétano, algo que les hacía chillar de placer.

Una de las puertas, colocada en el techo, se abrió. Un gran tubo rugoso, muy similar al que se llevó el cadáver de mi madre, se introdujo dentro del recinto ante los gritos y el pavor de los más veteranos que sabían que vendría a continuación. Aquella máquina eligió a uno, podía ser cualquiera, pero le toco a él. Aquel hombre, situado al límite del gran conjunto de jaulas, intentó apartarse lo máximo posible de aquella oquedad oscura que se aproximaba. Los barrotes superiores desaparecieron formando una circunferencia perfecta por donde el tubo se introdujo extrayendo de su interior al moribundo que gritaba y se tambaleaba mientras se agarraba con todas sus fuerzas a los barrotes inferiores, ayudado por una mujer de una celda más abajo que agarró con fuerza sus muñecas en un vano intento de impedir que se llevara al reo. La gran boca se lo tragó cerrándose a la altura de los codos, partiendo los brazos que se quedaron sujetos a la mujer mientas que ésta gritaba, salpicada de pequeñas gotas de sangre que flotaba por todos lados; lanzó los brazos tapándose los ojos con las manos ensangrentadas. Los miembros amputados danzaron en el aire rebotando entre los barrotes y las paredes al unísono del coro de almas atrapadas en aquel lugar. En ese momento lo vi… vi a otro de esos seres muy cerca de una obertura, semejante a los palcos teatrales que había en la tierra. Éste era diferente, sus ojos eran rojos y su forma física más robusta, aunque mantenía el canon delgado y fibroso. Comprendí que aquel ser se alimentaba del dolor y la desesperación de todos nosotros, llenando los pulmones de la fragancia del condenado y la sangre del tormento del inocente. A media que inhalaba crecía el aura oscura de su alrededor, atrapando toda luz que desaparecía en aquel cuerpo opaco y oscuro.

El día más feliz de mi vida... no fue aquel, sino cuando fui liberado. Ocurrió tras la primera cadena de explosiones amortiguadas por el nulo sonido, no así de las vibraciones que se sintieron en toda mi celda y el casco de la nave. Algo no salió del todo bien: una grieta en la pared nos succionó a todos hacia el espacio. Las jaulas se amontonaban sin ton ni son mientras que otras se rompían expulsando cuerpos de humanos al vacío; algunos chocaban brutalmente contra la pared o partiéndose en dos por los afilados cantos abiertos por un torpedo que erró el tiro. Vi el vacío del espacio y como éramos engullidos poco a poco en su negrura. Extrañamente no tenía miedo, más bien dicha de acabar con aquella tortura. ¿Qué era morir ahogado en el exterior en comparación con seguir torturado durante días o semanas? Aun así, tomé aire llenando mis pulmones lo máximo que podía; tampoco se lo iba a poner fácil a la parca, aunque sabía que mi fin era inaplazable. El frío del espacio quema, duele y bendice a la vez. Cerré los ojos con fuerza con mi cuerpo congelándose en pocos segundos, flotando en libertad; la libre muerte. El haz de luz me atrapó a tiempo, un segundo más y no lo contaría. Aterricé en el suelo de un lugar físico. Me levanté con pesadez sintiendo el calor que emanaba del techo. Me resistí a abrir los ojos maldiciendo que aquellas criaturas me habían subido otra vez a donde diablos tenían su estación o nave. Poco a poco despegué los parpados sin encontrarme nada a la vista; justamente nada es lo que había. No se veían paredes, techos o puertas, sólo el suelo fulgurante que latía como un corazón pausado y rítmico de una luz blanca que no dañaba a la vista. El panorama se difuminó como un sueño cuando aparecí dentro de un habitáculo de dos por dos metros con la única salvedad del mismo suelo luminiscente. Las paredes estaban adornadas con extraños dibujos y patrones hexagonales de colores claros: verde, azul y amarillo crema. Frente a mi había una puerta o por lo menos intuí que era una salida ya que era el mismo patrón rectangular que usamos nosotros en la tierra. De la misma surgió, sin abrirse o emitir ruido alguno, una criatura de estatura media, un metro sesenta a metro setenta. Tenía el rostro semejante a los humanos si bien los ojos eran más grandes y rasgados, pero de un color verde claro muy intenso. Su boca era pequeña y poseía un nariz chata, aplastada y alargada hasta casi tocar su labio superior. Al verle me estremecí, buscando cobertura a la pared opuesta a la puerta, sin hallar ningún mueble u objeto en el cual cobijarme.

 

―Tranquilo, no te haré daño.

 

Me sorprendió oírle hablar por la boca, ¡qué cosas!, antes no me hubiera supuesto nada extraño, pero vividos los acontecimientos anteriores…. El ser se aproximó con cuidado, parándose en seco cada vez que yo gritaba o intentaba sin fortuna huir de aquel habitáculo. Alzaba los brazos, simulando un lenguaje corporal de tranquilidad y sosiego. Como suponéis esto no me tranquilizó, pero si bien aquel tono tosco y sincero que surgía de sus pequeños labios captó toda mi atención. Su cuerpo, a contra posición con los grises que vi cuando fui capturado, era más rechoncho y corpulento. Vestía con un atuendo color gris oscuro con una banda plateada que cruzaba su pecho. En su conto, en el lado izquierdo de su cintura, había algo que me resulto familiar, semejante a un arma, sin duda adaptada a su gran mano de tres dedos que extendía hacia mí, al igual que nosotros tratamos de calmar a un animal salvaje con la pierna atorada por la trampa de un cazador.

 

―Soy amigo, no busco tu mal. Tenemos que disculparnos por lo ocurrido, no era nuestra intención matar a los tuyos.

 

―¿Qué queréis de mí? ―chillé, poniéndome en pie desafiante. Aunque con mi corta edad ya no tenía miedo, estaba desesperado y la furia me consumía. La boca de aquel ser se ensanchó en lo que intuí era una sonrisa, arrugando la comisura labial de su lado derecho no muy acostumbrado a necesitar la expresión facial para comunicarse. Tras acercarse un poco más y colocar sus manos en el pecho dijo:

 

―Quiero lo que tú quieres pequeño terráqueo: vuestra libertad.

 

El tiempo pasó rápidamente en mi formación como uno más de aquellos seres. Tras cinco años ya estaba habituado a sus rasgos y costumbres, aunque más de un susto me llevé al despertarme y no saber dónde estaba. Imaginad encontrarse con el rostro de un alienígena con grandes ojos, muy separados, una nariz y boca tan pequeña como una nuez y cabellos plateados que caen sobre una piel amarillenta mientras pregunta en un tosco portugués: ¿has dormido bien hoy? Los había de todo tipo, si bien guardaban la forma bípeda, algunos poseían ciertas características que los hacía únicos. Mi tutor, Udkar (el mismo que me recibió al ser rescatado), era un Treumie del planeta Offogocx, situado en lo que nosotros bautizamos la galaxia del Triángulo, que como es lógico recibía otro nombre más acorde a su cultura y consenso por la Paungameln, una unión de mundos inteligentes que llevaban más de diez milenios embarcados en observar y catalogar el universo. Lo componían más de cien naciones e innumerables razas cuyo único objetivo era explorar y no intervenir en otra civilización subdesarrollada. Llegaron a la tierra hace milenios y desde entonces observaron nuestra historia y progreso, decepcionados por la poca empatía de nuestros gobernantes y nuestra absoluta pasividad en el dolor ajeno:

 

―Es un milagro que hayáis sobrevivido tanto ―me solía decir en las horas de la comida que realizábamos, compuesta de una pasta trasparente e insípida que olía a pescado―. Hemos observado planetas cuyos moradores eran belicosos, pero nada como vosotros.

 

­―¿Por qué no intervinisteis antes? ―mi dolor era acorde con mi ignorancia. No obstante, con paciencia y tesón, Udkar me enseñó, aprendiendo a dominar mi ira y respetar los silencios antes de decir cualquier estupidez antes de pensar.

 

―No podíamos interferir directamente, pero sí que, en muchas ocasiones, nos llevamos a muchos de los vuestros a otros planetas para que tuvieran otra oportunidad.

 

―Pero ¿no se suponía que no podíais injerir?

 

Udkar sonrió: ―«eso ya era otra cosa» ―pensó. Mi pregunta era clara y concisa, preparada para ser saciada con el conocimiento y la duda. Dispuesto a aceptar lo revelado y a rechazarlo si era menester para ponerlo en tela de juicio.

Con su gruesa mano accionó un sensor al pasar los rechonchos dedos por encima de un panel sobre la mesa, fabricada de un material blando y moldeable. Se formó una imagen en una pantalla trasparente que obedecía a algún tipo de orden telepática de su anfitrión. Mostró la imagen de un planeta alimentado de dos soles lejanos. En tiempo real se introdujo dentro del gran mundo color verde esmeralda, llegando a una zona montañosa. Allí, en una meseta de abundante vegetación y bañada por un lago de aguas verdes, había un grupo de humanoides que trabajaban en el campo al lado de unas «chozas» pirámides color ámbar. Al acercarse a los seres, mediante una cámara dirigida con total soltura, vi que se trataba de humanos como yo. Saludaban a aquel aparato mientras sonreía felices acompañados de otras criaturas más altas y de cabellos largos y dorados. La imagen se difuminó volviendo a la realidad.

 

―¡¿Son humanos?! ¿Cómo?, ¿cuando?

 

―¿Otra vez preguntando sin sentidos? Que importa cómo o cuando, lo importante es que allí están, vivos y con una longevidad muy superior a la que tendrías si te hubieras quedado bajo tierra.

 

―O prisionero en la nave…

 

Aquel ser, tan poco dado a exteriorizar sentimientos, cerró los ojos reclinándose hacia atrás. Su rostro era pura seriedad y aunque leve, también triste y afligido. Me volvió a mirar y sin apartar la vista prosiguió:

 

―Los recogimos antes de que un grupo de soldados entraran en su poblado y los pasaran a cuchillo. Fue en Alemania, cuando entró el ejército rojo al final de la segunda guerra mundial. También estuvimos en España, en la guerra civil y en la dictadura de Salazar, en Portugal. No podemos interferir a no ser que el destino sea irreparable. Nos llevamos a sus gentes antes de que los aniquilasen a todos. Les damos otra oportunidad, eso es todo.

 

―Os dejasteis muchos en el camino.

 

―No, fuisteis vosotros los que les abandonasteis a su suerte. La codicia humana ha llenado vuestro corazón hasta los topes, precipitando vuestra autodestrucción. Ese mismo veneno lo habéis trasladado al exterior en vuestras colonias… por eso los D´krael os captaron con total claridad.

 

Se produjo un molesto silencio, aquellos momentos incomodos que más vale, como excepción, romper enseguida. Udkar retiró la imagen superpuesta en la mesa y continuó hablando:

 

―Debes entender que nosotros no somos una sociedad preparada para la guerra, pero viendo los acontecimientos de los últimos treinta años no nos ha quedado más remedio que intervenir. Fue la primera vez que la Paungameln se veía en esa tesitura, pero los entes oscuros han llamado a más seres dimensiones limítrofes y han traído la guerra aquí. Era cuestión de tiempo que interviniéramos.

 

―¿Qué son exactamente los D´Krael? ―pregunté sin poder reprimir un escalofrío de terror al recordar a aquel enjuto ser succionar mi sangre en aquella prisión.

 

―Son entidades oscuras que se sienten atraídas por el dolor propio y ajeno. Se alimentan de ese sufrimiento que les otorga más vida e irónicamente los catapulta a su entera consumición. No sabemos exactamente su origen, pero de lo que sí que estamos seguros es que provienen de otras dimensiones. A veces se han aparecido a otros de tu especie, llevados por ese afán por la sangre y de lo que en ella substraen esos residuos químicos que crea la adrenalina y demás substancias cuando el miedo aparece. En ocasiones se aparecen en forma de grandes pájaros, o de seres peludos que caminan a dos patas; en ocasiones se han aportado visiones parecidas a la que tu vistes, pero son encuentros aún más difíciles ya que esa es una de sus formas «reales» por así decirlo. Los seres que les acompaña son sus súbditos, creados por alguna ingeniería genética, semejantes a otros que pueblan la galaxia, pero te puedo asegurar que no tienen nada en común, salvo cierto resquicio del ADN, tal vez robado. Cuando provocasteis la guerra total sintieron la muerte y el dolor de decenas de millones de almas y eso les hizo saltar con más fuerza.

 

―¿Saltar a dónde?

 

―A las colonias exteriores, claro. Atacaron las instalaciones e hicieron prisioneros a todos los colonos. Se alimentaron de ellos hasta que sucumbieron.

 

―¿Durante veinte años…?

 

―Así es. La verdad no es fácil de asimilar, pero es mucho mejor que la mentira y la falsa ilusión de bienestar. Ese ardid, esa quimera de buenas intenciones simuladas, fue utilizada por los D´Krael para conseguir más comida: los terráqueos que continuabais con vida en el subsuelo.

 

―No es posible, hay algo que no encaja. Nuestra tecnología militar es capaz de triangular la emisión de esa argucia, aunque la llamada venga de la estación siempre habrá un residuo en la codificación que delate el engaño.

 

―Eso que dices es muy cierto.

 

―Entonces si lo descubrieron… ―sentí un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo. Mi mente se negaba a aceptar la lógica aplastante de que, de alguna manera, ciertos mandatarios y militares sabían que aquello era una trampa segura. ¿Nos habían vendido a aquella raza de seres para matarnos? No creo que exista ningún animal con un instinto de supervivencia tan macabro y censurable como el nuestro, salvo los D´Krael, pero éstos, que sepamos hasta la fecha, no vendían a su propia raza a otros seres por cualquier precio, por muy grande que este sea. Udkar permanecía callado, expectante a mis movimientos y pensamientos, seguro de que aquella lección que tenía que aprender era la más difícil a la que me había enfrentado.

 

―No todos los humanos son malvados… digamos que su camino se ha torcido en algún momento y que confunden lo que es correcto con lo adecuado.

 

―No me puedo imaginar ningún ejemplo para excusar a los míos ―dije con cierto pesar―, pero si alguien puede ese eres tú. ¿Qué me quieres decir?

 

―Al separaros de vuestra matriz natural os habéis vuelto como los D´Krael: buscáis riquezas en las entrañas de la tierra sacrificando tanto la naturaleza como la mano de obra de vuestros propios hermanos para satisfacer a una minoría privilegiada de gente rica. Éstos no saben ni sienten ese dolor que puede experimentar una familia que extrae el oro de una mina ilegal en Sudamérica… si es que existiera algo de verde por aquella zona. Los recursos se agotaron y la contaminación que era expulsada por los motores de combustión era prioritarios frente a las técnicas renovables y motores impulsados con energía solar. ¿De verdad creíais que esto iba a durar para siempre?

 

―No es nuestra culpa Udkar. ¿Qué podíamos hacer el resto, sino que sobrevivir?

 

―Sí… sobrevivir. Las naves surcaron el espacio llevando muy buenas voluntades y sobre todo una gran cantidad de codicia y el veneno de la individualidad. Lo único que os define como raza es el nombre, no hay nada más.

 

Me sentí abatido, destrozado y sin fuerzas para continuar aquella conversación. Me dejé caer con los brazos a los lados de mi asiento por el agotamiento y la duda. No obstante, era demasiado cabezota para darme por vencido y, por extraño que parezca, sentí que mi mentor conocía ese carácter rebelde que me había traído más de un problema en la estación Centuria. Volví a incorporarme y esperé antes de reanudar la batalla; Udkar sonrió y a muy seguro pensó: «ahora viene lo bueno».

 

―Realmente no te crees lo que me estás diciendo, al menos todo lo que expones. Si eso fuera así no gastaríais tantos recursos y proyectos en los nuevos humanos como yo.

 

―Tú ya eres viejo.

 

―Tengo quince años.

 

―Me refiero que vienes del viejo mundo de la tierra, los nuevos son los que rescatamos de las colonias prisión.

 

―Sea como fuere, el hecho irrefutable que nos hayáis equipado, alimentado y preparado durante estos años es porque tenéis fe en nosotros y que no estamos perdidos del todo, ¿me equivoco?

 

―Continua.

 

―Esas representaciones de ángeles, vírgenes y apariciones que en muchos casos coinciden con avistamientos de ovnis no eran casuales: nos preparabais para algo.

 

―Los Treumie de los que desciendo jamás hicimos tales cosas…

 

―Pero sí lo hicieron otros visitantes.

 

Udkar depositó lentamente las manos sobre la mesa sin apartar la vista de mí. Sus ojos centelleaban con inteligencia y sabiduría escrutando mi mente a la que había entrenado para crear una barrera psíquica que impidiera mostrar cualquier imagen que me delatara. Dentro de su gran iris se libraba una batalla intelectual y, por sorprendente que parezca, parecía contrariado por haber sacado a relucir alguna pista del pasado humano que estaba prevista para lecciones futuras. Cruzó sus dedos entrelazando las manos, un gesto más humano que extraterrestre, y dijo con una leve sonrisa:

 

―Continua.

 

―Sabéis que nosotros somos espirituales, algo difícil de definir para una mente racional, malinterpretando contrapuestos como fe y ciencia en virtud del progreso, creyendo que una y la otra son antítesis irreconciliables. Aun así, hemos sobrevivido durante tanto tiempo dando la espalda a la religión o cualquier culto de fe. ¿Por qué esas apariciones para llamar la atención de los fieles?

 

―No todas era visitantes, humano. Hay seres, como los D´Krael, que provienen de otras dimensiones y que reaparecen en lo que consideráis las tres dimensiones. No es más que una puerta abierta entre ellas, aunque la explicación es más compleja, creo que el símil es entendible. Vuestro poder es el espíritu: otorgado, ganado, creado, como quieras definirlo, pero ese poder os hace mayores en otros campos como el arte, la música e incluso la literatura, algo superior a nosotros, por poner un ejemplo. Habéis creado un vínculo con algo que no sabemos definir con exactitud, si bien creo que el concepto de inconsciente colectivo de Jung sería un buen principio. No sabéis como hacerlo, pero ese fluido de energía cósmica llega hasta un receptor, vuestro celebro, y allí, de manera más fantástica o sináptica, lo desgajáis, recomponéis y representáis con una sensibilidad que nosotros no logramos entender. Por eso los D´Krael os consideran por así decirlo: apetitosos. Tenéis un talento o don que despierta en vuestra madurez de muchas maneras: escribiendo una obra, creando un mueble, componiendo una sinfonía. Creáis conceptos abstractos de lo intangible a lo físico utilizando elementos que están a vuestro alcance. Otros grandes inventores lo sacan de los sueños. ¿No es eso igual de maravillosos y mágico?

 

―Pero eso no explica el porqué de las apariciones.

 

―Hay entidades que se sienten atraídos por los sentimientos positivos, o al menos por el bienestar de espíritu. No tengo más respuesta en este sentido ya que, aunque te cueste creerlo, no tengo todas las respuestas.

 

―Algo me dice que, aunque las tuvieras, no me las revelarías ahora, ¿estoy en lo cierto?

 

Udkar rio, fue la primera vez en cinco años. Sentí un gozo indescriptible, no por este hecho excepcional, sino por la energía que emanaba de aquel visitante que me salvó de una muerte segura. Se puso en pie, dando por finalizada la lección y marchó con su paso lento y pausado fuera de la cantina. Yo me quedé un rato solo para meditar sobre todo aquello. Me sentía bien conmigo mismo y con lo aprendido en aquel lejano día. Aunque han pasado siete años de aquello lo recuerdo con total nitidez. Ahora la nave en la que voy viaja doblegando el espacio en misión de asalto a una estación D´Krael. Hay más conmigo, muchos de otras razas y tres humanos que formamos un grupo de lo más pintoresco. Lo compone un español de nombre Santiago, un extremeño de largas patillas y mirada enfurruñada con el que tengo una rivalidad enfermiza en lo que se refiere el buen vino; otro es Alessandro, un italiano de Capri con una puntería tan mortal como su labia y la tercera es Idylla, una joven griega de Laconia con más valor que toda la nave junta y, creedme, que es mucho. Otros puestos de avanzada nos llaman «Pigs», ya sabéis, Portugal, Italia, Grecia y Spain: «los cerdos». Nosotros, claro está, nos cagamos en su puta madre en un perfecto castellano u otros adjetivos: vaffanculo, filhos da puta, o nuestro preferido πουτάνας γιός o poutánas giós. A postres, como poco o nada saben de otros idiomas, nos sonríen con cierta timidez no sabiendo muy bien que les hemos dicho.

La nave llega a destino. Preparamos nuestras armas y esperamos con ansiedad; hoy será un gran día.

 

Pequeño fragmento de Cosmonautas Salvajes

luis-royo-futuristic-science-fiction-wal

Escríbeme, déjame saber lo que piensas

Thanks for submitting!

© 2023 by Train of Thoughts. Proudly created with Wix.com

bottom of page